A los 7 años, Edwin Morales conoció a Noemí Rivera. Tres décadas más tarde, sentado en un restaurante Sichuan, en el Upper West Side, le deslizó un anillo en su dedo. Ambas familias se opusieron a ese matrimonio, y la misma naturaleza parecía aliada en contra de ellos. Ellos usaban sillas de ruedas a causa de la parálisis cerebral y necesitaban ayuda para cuidar de sí mismos. Sin embargo, Morales dijo: "Hemos hecho la promesa de no separarnos otra vez."
Se fugaron y se casaron en la oficina del secretario municipal un martes por la tarde, en 1996. Su luna de miel fue un día de Coney Island. Su familia se cansó de estar molesta, la de ella se mantuvo alejada.
La otra noche, el señor Morales, ahora con 53 años, se sentó cerca del ataúd de su esposa en una funeraria de la avenida St. Nicholas y charlaron de los días de una vida que la gente a su alrededor encontraba increíble. Les gustaba ir meciéndose y rodando por las calles de Nueva York.
"Estábamos acostumbrados a competir entre nosotros", dijo Morales.
"Ella siempre fue muy rápida", dijo Margie Laracuente, una de sus hermanas.
"Eddie se estrellaría contra la pared", dijo Jackie Morales, un sobrino.
Tal emancipación era impensable cuando la pareja eran niños. El más joven de ocho años, Edwin Morales fue puesto alrededor de los 4 años en Willowbrook, un calabozo infame para las personas con discapacidad en Staten Island. Casi nunca se movió de su cama. Los niños mayores fueron atados a sillas. Cuando el senador Robert F. Kennedy lo visitó en 1965 deploro públicamente el lugar, la familia Morales había liberado a Edwin.
Los problemas de Morales aumentaron y entró en la amplia descripción de la parálisis cerebral, que incluye el deterioro de los nervios y músculos, y en su caso, afecto además a su brazo derecho y ambas piernas. Fue durante una larga estancia en el hospital para la cirugía que se reunió con Noemí, que estaba condiciones similares.
"Ella tenía el pelo negro y liso, como una muñeca china", dijo. En los próximos años, fueron en el mismo autobús a la misma escuela. Entonces sus caminos se separaron.
"Unos cinco años más tarde, le pidió a alguien en la escuela mi número", dijo Morales, "y me llamó para ver cómo estaba."
Se visitaron, hacían comidas fuera, veían las películas. "Poco a poco", dijo, "nos enamoramos."
Su hermana Margie encontró un apartamento para él. "Mis padres tuvieron mucho cuidado con él, pero no le mimaron", dijo. "Quería estar solo."
Después de casarse, él y la Sra. Morales recibían cada mes cheques de la Seguridad Social. Ellos tenían un ayudante en casa durante el día pero la noche estaban pos su cuenta. De los problemas de salud de Noemí se hizo cargo su marido por lo menos de las cosas más básicas.
"Cualquier mujer quisiera tener a un hombre como Edwin", dijo Edith Henríquez, trabajadora social de la familia. "Siempre se aseguraba de que sus labios estuvieran mojados, que sus manos estuvieran limpias, de que tuviese algo para beber."
Dr. Gabrielle Goldberg, quien se hizo cargo de la Sra. Morales en el Hospital Mount Sinai, dijo: "Edwin es como un niño de 10 años que trata de actuar conforme a lo que él piensa que debe ser un hombre. Pero lo estaba haciendo mejor que cualquier otro hombre".
En la tarde del jueves, en el cementerio de Hackensack, Nueva Jersey, el Sr. Morales se sentó bajo el sol caliente del otoño, rodeado por las generaciones de la familia que lo sacaron de Willowbrook hace medio siglo. Él lloró.
Un hombre de pelo blanco, caminando con un bastón se acerco hasta él. El Sr. Morales lo miró, era Ismael Rivera, el padre de Noemí. Había tardado años en asumir la salida de su hija.
"Mantuve mi promesa", dijo Morales. "Yo he cuidado de ella."
"Gracias", dijo Rivera, y lo abrazó.
La otra noche, el señor Morales, ahora con 53 años, se sentó cerca del ataúd de su esposa en una funeraria de la avenida St. Nicholas y charlaron de los días de una vida que la gente a su alrededor encontraba increíble. Les gustaba ir meciéndose y rodando por las calles de Nueva York.
"Estábamos acostumbrados a competir entre nosotros", dijo Morales.
"Ella siempre fue muy rápida", dijo Margie Laracuente, una de sus hermanas.
"Eddie se estrellaría contra la pared", dijo Jackie Morales, un sobrino.
Tal emancipación era impensable cuando la pareja eran niños. El más joven de ocho años, Edwin Morales fue puesto alrededor de los 4 años en Willowbrook, un calabozo infame para las personas con discapacidad en Staten Island. Casi nunca se movió de su cama. Los niños mayores fueron atados a sillas. Cuando el senador Robert F. Kennedy lo visitó en 1965 deploro públicamente el lugar, la familia Morales había liberado a Edwin.
Los problemas de Morales aumentaron y entró en la amplia descripción de la parálisis cerebral, que incluye el deterioro de los nervios y músculos, y en su caso, afecto además a su brazo derecho y ambas piernas. Fue durante una larga estancia en el hospital para la cirugía que se reunió con Noemí, que estaba condiciones similares.
"Ella tenía el pelo negro y liso, como una muñeca china", dijo. En los próximos años, fueron en el mismo autobús a la misma escuela. Entonces sus caminos se separaron.
"Unos cinco años más tarde, le pidió a alguien en la escuela mi número", dijo Morales, "y me llamó para ver cómo estaba."
Se visitaron, hacían comidas fuera, veían las películas. "Poco a poco", dijo, "nos enamoramos."
Su hermana Margie encontró un apartamento para él. "Mis padres tuvieron mucho cuidado con él, pero no le mimaron", dijo. "Quería estar solo."
Después de casarse, él y la Sra. Morales recibían cada mes cheques de la Seguridad Social. Ellos tenían un ayudante en casa durante el día pero la noche estaban pos su cuenta. De los problemas de salud de Noemí se hizo cargo su marido por lo menos de las cosas más básicas.
"Cualquier mujer quisiera tener a un hombre como Edwin", dijo Edith Henríquez, trabajadora social de la familia. "Siempre se aseguraba de que sus labios estuvieran mojados, que sus manos estuvieran limpias, de que tuviese algo para beber."
Dr. Gabrielle Goldberg, quien se hizo cargo de la Sra. Morales en el Hospital Mount Sinai, dijo: "Edwin es como un niño de 10 años que trata de actuar conforme a lo que él piensa que debe ser un hombre. Pero lo estaba haciendo mejor que cualquier otro hombre".
En la tarde del jueves, en el cementerio de Hackensack, Nueva Jersey, el Sr. Morales se sentó bajo el sol caliente del otoño, rodeado por las generaciones de la familia que lo sacaron de Willowbrook hace medio siglo. Él lloró.
Un hombre de pelo blanco, caminando con un bastón se acerco hasta él. El Sr. Morales lo miró, era Ismael Rivera, el padre de Noemí. Había tardado años en asumir la salida de su hija.
"Mantuve mi promesa", dijo Morales. "Yo he cuidado de ella."
"Gracias", dijo Rivera, y lo abrazó.
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